Los círculos viciosos son patrones relacionales muy habituales en los que nos vemos atrapados cuando, para intentar resolver una dificultad, insistimos en la misma solución (o en pequeñas variaciones de ésta) pudiendo acabar convirtiéndola en un problema.

Trataré de explicarlo con un ejemplo: una pareja (podrían ser también unos padres con un hijo/a adolescente) en la que uno de sus miembros se muestra preocupado por lo que considera falta de comunicación por la otra parte. Una manera posible, y muy frecuente, de actuar ante esta situación es la siguiente:

Lo primero que solemos hacer es buscar “un motivo”, encontrar un porqué, atribuyendo una causa a la situación. En función del resultado de esta búsqueda aplicaremos unas soluciones u otras. Imaginemos que la persona atribuye esa desgana en hablar a problemas en la relación (“le importa muy poco lo que pienso”, “está perdiendo el interés en mí”, “cada vez estamos más distanciados”…).

El siguiente paso posible será el de confirmar o no esta premisa. Así, lo más habitual es que, en lugar de comentar nuestras preocupaciones directamente, lo hagamos de una manera sutil intentando “sonsacar” información a la otra parte a través de preguntas: “¿estás bien?”, “¿te pasa algo?”, “¿estás preocupada?”… Esta solución rara vez suele dar los resultados que esperamos, ya que además de ser preguntas cerradas (es decir, se responden con un sí o un no), no suelen promover la comunicación ya que la otra parte es ajena, generalmente, a los temores del que pregunta.

Así, esta última al no obtener los resultados que espera de sus “interrogatorios” suele confirmar sus sospechas (“realmente nuestra relación no está bien, no quiere ni abordar el tema”), intensificando su preocupación y aumentando el nivel de sus preguntas, pero siempre de una manera indirecta.

Se genera un círculo vicioso en el que las respuestas del interrogado (“estoy bien”, “no me pasa nada”…) lo único que hacen es confirmar las sospechas del que interroga (“aquí hay un problema importante”).

Otra posible variante de la solución anterior sería la de buscar momentos adecuados para favorecer la comunicación, siempre desde la premisa de que “la relación no está bien”: organizando una cena, planteando un paseo juntos… con la intención de que un ambiente agradable anime a la otra parte a sincerarse.

Comienza a generarse un círculo vicioso en el que las respuestas del interrogado (“estoy bien”, “no me pasa nada”…) lo único que hacen es confirmar las sospechas del que interroga (“aquí hay un problema importante”), siendo habitual que comiencen los reproches (“cualquiera diría que no te pasa nada, tienes una cara…” o “estás todo el día agobiándome con preguntas”), el distanciamiento afectivo (uno no se acerca al estar dolido por lo que entiende falta de sinceridad, confianza… y el otro para evitar ser presionado) y, por último, la insatisfacción general en la relación.